Las alas de Alika

jueves, abril 14, 2011

Alika se despertó de madrugada después de una pesadilla que le pareció eterna. En su sueño  ella salía corriendo del Cairo Opera House en la capital egipcia, justo después de tocar su pieza favorita –casi de memoria-. Era un lugar conocido para ella porque en 1990 había participado como solista en esa sala. Por alguna extraña razón corría sin zapatos pero con un vestido elegantísimo, justo como el que había vestido la noche de su presentación  en la capital egipcia.

Corría sola, sin su amado cello, instrumento con el que hizo su presentación en la sala de música. Escuchaba en su cabeza la canción que había tocado para más de dos mil personas en la sala: una y otra vez se repetía el Preludio de Suite para violonchelo No. 1  de Johann Sebastian Bach. Cada paso que daba combinaba casi a la perfección con el compás de cuatro cuartos de la melodía mientras esquivaba automóviles y personas. Los escenarios eran distintos pero ella seguía corriendo, sola y descalza por El Cairo.

No sabe cuánto duró su sueño pero parecieron horas. Al despertar seguía en su cama, aunque ella sentía como si de verdad hubiera recorrido su sueño ya que su corazón latía rápidamente. Al fijar su mirada en el reloj de pared, pudo notar entre la oscuridad que eran las cuatro y media de la mañana. No conciliaría el sueño de nuevo, era un hecho pero era aún temprano para levantarse. Podría adelantar las tareas del día y aprovechar parte de la mañana para sacar el violonchelo que durante varios años ha abandonado en un rincón de su camper.

Alika se levantó y arregló su cama; lavó un poco de ropa con el agua que había quedado en un bote amarillo  del día anterior; barrió y sacó la basura, incluyendo el envase amarillo y lo puso junto a un enorme contenedor de desechos. Después se vistió: tomó una blusa verde que encontró cerca, la falda que estaba en la cima de su ropa doblada y buscó una pañoleta que combinara con la falda amarilla con azul que había tomado; se impresionó con lo rápido que pasó el tiempo esa mañana. Cuando volvió a ver el reloj eran las siete cuarenta y sólo le faltaba hacer el desayuno aunque en realidad no tenía hambre.

Miró hacia la esquina y observó el enorme estuche negro que contenía un violonchelo y miles de recuerdos de los cuales podía sentirse orgullosa. Se dirigió hacia él y sopló fuerte para quitar el exceso de polvo que había dejado el paso de los años sobre su instrumento. Tomó también de la misma esquina un atril negro que le obsequiaron cuando tocó en Kindu para un evento patrocinado por una ONG que ayudaba a los niños de esa ciudad. Colocó estas dos cosas en la puerta de su camper.

Al abrir la puerta se percató de que la vida en Kinshasa, su ciudad, había comenzado. La gente ya iba de un lado al otro para comprar comida y lo necesario para el día; las tiendas ya estaban abiertas y listas para recibir a sus clientes; Alika veía tras su barda una ciudad viva, igual a la del día anterior. A veces se sentía atrapada en ese ciclo sin fin y en el mar de gente en su país. De cualquier forma ella decidió cambiar su rutina esa mañana y sacó una silla verde a su patio parcialmente delimitado por una cerca de plásticos verdes.

Después de acomodar su asiento, sacó su violonchelo del estuche y al sacarlo cayeron también varias partituras. Las tomó junto con el atril y las acomodó frente a su silla. Sacó el arco de su funda y lo dejó dentro de la camper junto con el estuche del instrumento, tomó su arco y chelo y se sentó para interpretar la prodigiosa partitura de Bach aunque en realidad no necesitaba ver las hojas. Cada parte de esa melodía la sabía de memoria, cada nota, cada silencio, cada puntillo lo sabían sus dedos casi por inercia.

La gente seguía pasando cerca de su barda pero a Alika no le importaba nada más que el sonido de su fiel amigo que por tantos años estuvo encerrado. Un mal sueño le había recordado el sentimiento de libertad que puede dar un instrumento, incluso en el lugar más enclaustrado del mundo. En el bullicio de la capital de la República Democrática del Congo,  Alika se sintió libre de nuevo, todas las notas la hacían alejarse un poco más de su agobiante realidad.  Para ella las partituras, su chelo y su arco siempre fueron, son y serán sus alas para vivir.

Referencia: Andrew McConell, primer lugar de World Press Photo 2011, categoría arte y entretenimiento.